domingo, 29 de junio de 2008

Sobre Teoría y realidad en el generativismo

Javier A. Arnao Pastor
E.A.P. Lingüística

UNMSM

En el presente artículo, Caravedo enfatiza en el rasgo fundamental sobre el cual se construye el marco epistemológico del modelo gramatical generativo: el de concebir la teoría, el objeto y la metodología usada por el lingüista como hechos análogos a los procedimientos que ejecuta el hablante de una lengua. En estos términos, la autora señala que el enfoque chomskiano pretende mostrarse como bidimensional, dado que comprende, por una lado, una naturaleza psicológica o mental, y, por otro, una dimensión formal o teórica, consistente en la elaboración de un constructo gramatical. Así, dicha relación se concibe como netamente analógica y no como paralela, lo que se evidencia en el hecho de que ambas realidades, mental y teórica, pretenden obedecer al mismo fenómeno. He ahí la crítica. Caravedo apunta a que dicha ambigüedad sistemática genera confusiones, puesto que, si ambas construcciones son análogas, ello supone que cabe la sustitución de una por otra: la transformación de lo real en lo formal o de unificación de ambas realidades. De no ser así, sería un mero recurso retórico.

La competencia ¿facultad innata?

La piedra angular explicativa del generativismo es afirmar el carácter innato de la facultad lingüística. Como pieza clave del fundamento teórico, Caravedo evalúa el término innato (connatural) en sus varias interpretaciones:

  • Como referido a una especie cualquiera.
  • En referencia exclusiva al hombre, que lo define como tal.
  • Referido, además del poseedor de la facultad, a la naturaleza de dicha capacidad y a su carácter preformado apriorísticamente.
  • Referido a lo poseído, pero en un sentido menos estricto, concibiendo la competencia como producto preformado en cierta parte, y activado por la experiencia.

Ante estos sentidos es que surgen las imprecisiones. Pero la problemática verdadera se evidencia en el tratamiento de las últimas dos concepciones respecto del concepto de innatismo. La posibilidad primera queda totalmente descartada porque el interés del estudio del lenguaje por parte de Chomsky se centra en la competencia como facultad humana. Las críticas entonces se dirigen a los dos últimos puntos, en los que se observa una división del concepto de innatismo, pues la versión estricta señala que la facultad no está condicionada por ningún factor externo, mientras que el último punto constituiría un debilitamiento del concepto, al defender la idea de que la facultad implicaría un desarrollo en el cual habría un estado inicial (innato) y un estado fijo (aprendido), asunciones señaladas en las versiones reformuladas de la teoría generativa. Para descartar posibles interpretaciones erróneas, Chomsky explica que lo que se formula como innato no son las lenguas concretas, sino la capacidad (un objeto psicológico, interno) sobre la cual se desarrolla la adquisición del conocimiento de una lengua producto del contacto con los datos externos. Así, señala Caravedo, hay otros procesos que podrían tomarse como innatos porque son adquiridos por el hombre (por ej., la posición erecta) en virtud de que sabemos que se desarrollarán dentro de un límite de tiempo y en contacto con la experiencia. Chomsky elaboró una similitud entre la facultad del lenguaje y los mecanismos perceptuales. Pero dicho símil no es pertinente según Caravedo, porque, si bien es cierto, el desarrollo del sistema perceptivo y del lingüístico en los seres humanos se da de modo más o menos uniforme, no puede afirmarse que el resultado de este proceso sea el mismo. Debe hacerse un ajuste en la explicación y diferenciarse bien el objeto del aprendizaje (externo) de la operación realiza el hablante (hecho mental). Chomsky trata de dar cuenta más de los mecanismos psicológicos que intervienen en la estructuración del conocimiento lingüístico. Lo criticable es no distinguir entre mecanismos cognoscitivos y los objetos a estudiar. Al no definir lo innato como parte de equipamiento genético (preformado), se incurre en un discurso desarrollista y no en el sentido privativo del concepto. Pero Chomsky reafirma su postura innatista como contenido preformado independiente de la experiencia en forma de principios lingüísticos, que se encargan de procesar los datos provenientes de la lengua que se va a adquirir. Defiende la naturaleza lingüística de los principios, pero sin descartar su posible base biológica.

Entonces se aprecia que la noción de competencia se toma de dos formas: la exclusivamente innata y la aprendida, desarrollada a través de la experiencia. Al parecer, Chomsky maneja ambas concepciones: una, más general, según la cual todo el proceso es innato en el hombre; la otra, la fuerte, donde solo se considera innato lo relativo a la gramática universal. Más adelante, esta concepción de la gramática fue esbozada en dos conceptos fundamentales: gramática universal y gramática particular. Lo no aprendido resultaría de la interacción de lo innato con la experiencia de una lengua particular.

Atendiendo a la experiencia siguiendo a Chomsky—, si bien los datos lingüísticos son necesarios para que una gramática pueda desarrollarse, estos no la determinan, puesto que la imperfección y límite de los datos brindados no son suficientes para deducir los principios universales. Según Caravedo, el énfasis que le presta Chomsky a este aspecto es más metodológico que real, pues en ninguna etapa de la adquisición de una lengua se prescinde de los datos de la experiencia. Para mostrar pruebas concretas de la validez del principio universal, Chomsky destaca el principio de dependencia estructural, de acuerdo con el cual el hablante no percibe elementos físicos o palabras aisladas, sino estructuras y oraciones dependientes estructuralmente, cuyo reconocimiento no puede darse mediante la observación directa. Frente a esta afirmación, Caravedo argumenta que el niño antes de identificar categorías abstractas o fronteras morfológicas recibe mucha información previa.

Dimensión psicológica (la teoría de adquisición lingüística y los estados)

En esta revisión extendida de la teoría generativa se replantea la concepción del innatismo del lenguaje. Afirma que los hablantes construyen estructuras mentales en forma de representaciones abstractas.
La competencia sería entonces determinada. Deja de lado entonces el idealismo y restringe el innatismo a una parte del proceso total. Para ello, Chomsky presenta dos fases o estados hipotéticos de adquisición lingüística: un
estado inicial (genético) y otro fijo (producto del contacto con los datos ling.), los cuales implican una serie de estados intermedios en los que el hablante va construyendo y evaluando sus gramáticas hasta llegar a la forma óptima de esta. Cada estado como sistema representacional incluye tres componentes: fonético, sintáctico y semántico. Al referirse a la información contemplada en el estado inicial, se dice que está conformada por una serie de principios por los cuales se filtran los datos de la lengua. Es decir, el niño no procesa directamente los datos del exterior, sino que posee un conocimiento previo (principios como el de dependencia estructural). El producto de la interacción de los principios innatos y la lengua particular son las gramáticas, las cuales funcionan como construcciones intermedias entre una realidad interna (princ. univ.) y otra externa (lengua partic.). Dado que el lenguaje supone la integración de los planos fonético, sintáctico y semántico, la mente debe reconstruir esas representaciones en una gramática.

Dimensión formal (la teoría lingüística)

Es concretamente la gramática elaborada por el científico del lenguaje. De este modo, todo proceso ubicado en la dimensión mental tiene su representación formal: el estado inicial se concibe como la gramática universal y el estado fijo como la gramática particular (nuclear). Sólo la universal es considerada como innata porque la gramática particular sería el resultado de la interacción de la gramática universal y la experiencia. La relación entre GU y experiencia se da mediante las gramáticas o modelos gramaticales. Así como el niño no trabaja directamente sobre las emisiones lingüísticas, sino que la estructura gracias a los principios universales canalizadores, el lingüista opera con metagramáticas basadas en representaciones previas, y no directamente en los datos. En este punto Caravedo cuestiona la validez de dicha afirmación al recalcar que en realidad el referente mental de la teoría no constituye más que una teoría sobre un proceso tomado como real. Los principios llamados universales no son más que el producto de una generalización surgida con el afán de liberar a las gramáticas de una excesiva e innecesaria carga teórica (por ej., muévase-α que redujo las reglas transformacionales de las lenguas particulares). En el proceso de subsunción se debe pensar que se construyen las reglas sobre los datos. Chomsky no ha ocultado que dichos principios sean metagramaticales. Lo que refuta Caravedo es adjudicar esos principios al estado inicial como si fuesen hechos psicológicamente reales. Los principios únicamente pueden reconocerse si se acepta el modelo como representación de la dimensión mental del hablante, si se acepta la unificación de ambas dimensiones y se justifica la analogía. Asimismo debe proporcionar los principios reguladores del desempeño de las reglas y establecer la forma de los componentes lingüísticos relacionados de modo análogo al que se asume como la construcción natural que realiza el niño.

¿Unidad bidimensional?

La bidimensionalidad, rasgo que la autora ha sostenido como característica fundamental del modelo generativo, es propia de todas las versiones chomskianas. Con la reformulación del modelo, el de la gramática universal, se pretendía un acercamiento mayor entre las dimensiones formal y psicológica, y la dimensión real del hablante. A este respecto se dirigen los cuestionamientos: lo que se concibe como un acercamiento se convierte en un artificio teórico, puesto que los principios innatos, asumidos en la gramática universal, no son más que el resultado de un proceso de abstracción que opera a nivel formal en el modelo gramatical; por tanto, constituyen conceptos metarreferenciales, que operan al interior de la gramática a nivel teórico para restringirlas formalmente, pero no obedecen a representaciones reales. La GU se convierte en una teoría de sí misma.

La analogía que se establece entre los procesos mentales que ejecuta el hablante y las elucubraciones del lingüista, compromete el plano metodológico. El punto clave del modelo lo constituye el vínculo entre mente y experiencia (en el hablante) y la representación de la relación entre teoría y realidad (en el lingüista). ¿Cómo se dan las conexiones entre ambos elementos por ambas partes, la del hablante y la del científico? El meollo es que no hay un contacto directo con la experiencia. Aquí Caravedo señala las divergencias cualitativas entre la experiencia del hablante y la del lingüista: la del primero se da en forma da datos desorganizados, la del lingüista es, en realidad, un corpus de datos fruto de una selección, hechos a favor de la defensa de cierta hipótesis o modelo gramatical. Lo cuestionable es la pretensión de equiparar el proceso adquisitivo real con su representación teórica; además, el porqué de la fusión del conocimiento lingüístico con las características del objeto de estudio. Más adelante, la réplica va hacia la pretensión de la búsqueda de asidero biológico a lo que sólo tiene fundamento especulativo, pues, sin pruebas concretas en el campo genético se cae en mecanismos retóricos (v. g. el principio de dependencia estructural para la justificación de los hallazgos).

Finalmente, atendiendo a la noción de bidimensionalidad entre lo formal y lo mental- abstracto, se evalúan los vínculos fundamentales entre los elementos intervinientes. La competencia se concibe como psicológica (operación del hablante) y formal (modelo gramatical). Dicha relación es caracterizada como analógica. La representación del objeto psicológico real es, en realidad, un nuevo constructo, de esa supuesta realidad mental, que es teórica también. En síntesis, Caravedo sostiene que Chomsky no hace sino relacionar teoría y metateoría o GU y GP y no la relación analógica (o su fusión) entre la dimensión teórica (formal y psicológica) con la dimensión real que opera en la mente del hablante. Se evalúan dos gramáticas de distinto orden de manera interna. Teoría y realidad quedan como modelos gramaticales construidos a partir de representaciones y no obedecen al hablante real.

[1] Basado en el artículo de Rocío Caravedo Teoría y realidad en el generativismo. Una aproximación al último modelo de Chomsky. En: Lexis, Vol. X. Nº 2. 1986, pp. 131-146.

lunes, 23 de junio de 2008

La revolución socio-cultural de la cumbia peruana

Javier Alejandro Arnao Pastor
UNMSM
E.A.P. Lingüística
Es un hecho patente que la cumbia (y sus variantes: norteña, andina, amazónica, hablando en términos gruesos) no se circunscribe a un fenómeno musical. Su profunda raigambre social y cultural (hasta económica), cobra el máximo apogeo en la década de los ochenta (en su versión denominada "chicha"), en un Perú que empezaba a ser azotado por la violencia política y la guerra interna entre Sendero Luminoso y las F. F. A. A., que posteriormente sería testigo de la crisis económica del primer gobierno aprista, la dictadura fujimontesinista, y que pasados ya quince o veinte años es testigo de los profundos cambios estructurales que la sociedad ha atravesado. Es justamente en los 80's que emerge la figura de Lorenzo Palacios, "Chacalón", ícono de la música popular de esa gran Lima provinciana, que a catorce años de su muerte se le recuerda porque cobra vigencia como aquel hombre cuyo mérito fue albergar dentro de sus canciones al peruano migrante, a través de un discurso progresista, inclusivo, que construyó la representación mental colectiva ideal del provinciano (ideal en el sentido de que produce y representa un modelo de individuo cuasi homogéneo: es el ayacuchano, el andahuaylino, el ancashino, el puneño, pero también el pucallpino, el iquiteño, el piurano, el trujillano). Reconoce el nuevo rostro de la ciudad, su recomposición étnica y demográfica; destapa esa Lima que vivía desplazada a los perímetros urbano-marginales y a las profundidades de la consciencia de la Lima burguesa y clasemediera que tenía clara cuenta de su diversidad y que, sin embargo, manifestaba una miopía consciente, deseada. Elabora una categoría social que aborda un patrón común, pero a su vez preserva íntegras sus distinciones; aunque lo que explote sea lo común. Ya no sólo es el indio mitificado del indigenismo, sino que se incluye a sujetos sociales reales, concretos. Y ese discurso subyacente cala hondo en las clases populares puesto que ese sector urbano, tradicionalmente desplazado al escalón más bajo del sistema de jerarquías sociales, siente que toma representatividad, que adquiere reconocimiento. En los últimos años es ese sector otrora olvidado, desplazado, que ahora toma la economía por las astas (casos concretos son el emporio comercial de Gamarra, el centro comercial Unicachi, el coloso comercial de Megaplaza en el cono norte, etc.) que adquiere protagonismo como una especie de protesta o revolución social que busca marcar su sello en las páginas de la Historia Oficial, de esa historia de la que por años estuvo excluida por el centralismo y por las clases dominantes, las elites capitalinas.
Actualmente vemos que la cumbia es el fenómeno musical complejo que ha rebasado las lindes de las clases sociales, y esta es sólo una de las caras que reflejan un país lleno de transformaciones graduales pero significativas. Un país que con todas las limitaciones de un estado tercermundista está alcanzando superar paulatinamente los escollos en pos de conformar una comunidad más democrática e igualitaria. Esperemos ser testigos oculares del tan ansiado Estado democrático y libre.
Disfruten del reportaje.



VER VIDEOS EN:

http://www.youtube.com/watch?v=fPVNQdF_DjI




martes, 10 de junio de 2008

Fiat lux

Nitimur in vetitum


I


Para aquel día, ya el hecho habría sido descubierto y no tardarían en llegar a apresarlo, se repetía Tobías Montalvo. La muerte pellizcaba sus talones y pensar en lo inminente percutía en sus sienes como lo hacía el monótono aplastamiento de una gota, al caer sobre la superficie del viejo lavadero. Esa noche el disco de plata pendía del cielo como una gran hostia. La luna se envolvía en un ritual luminoso, increpándole a la cara, como un sacerdote: ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!
Acurrucado en la esquina de un cuartucho de poca monta en la Calle de los Judíos, mantenía un cigarro asido a su mano izquierda, como un cáñamo índico. Al percatarse de que lo tomaba entre sus dedos —que habían dicho parecían los de una mujer— con vileza sobre aquella extremidad asesina, cambió el pucho de mano. Jamás la acción de fumar le había parecido tan catártica. El aire tornábase un tanto enrarecido y limeñamente melancólico. En medio del delirio, se vio vestido con un atuendo escarlata y blanco, como cuando niño, abrazado a las piernas del cura, le confesaba que había incurrido en el vicio adolescente del onanismo —el estómago era el cubículo donde se concentran todos los males­­, recordó súbitamente; de ahí la clasificación de las personalidades según Aristóteles—. El humo invadió su tráquea y sintió que hervía, que se incendiaba. Giró de pronto los ojos en un gesto exploratorio y creyó topar con los párpados un chorro indescriptible. Como siguiendo un rito chamanesco, llevó el objeto delgado y humeante hacia la entrada de sus fauces. Exhaló el humo casi por inercia, y al instante, el fantasma gris se confundió con el poco oxígeno de la habitación, que de por sí era ya escaso e impregnado de una humedad de lustros.
Dio una segunda pitada. Inhaló tan profundamente la masa gris que sintió colmar la entereza de sus pulmones; concentró el humo en el estómago, por unos segundos, los suficientes para que absorbiese todo el pecado y lo vomitó lentamente. La humareda que expelía el pitillo formaba en la atmósfera toda clase de figuras. En la densa humarada vislumbró una faz taciturna y ceñuda, de espejuelos redondos y gruesos, brillantes, que lo observaban como auscultándolo. Apareció el rostro de Morote, maestro de filosofía, a quien cariñosamente apodaban ‘el existencialista’: “La existencia del hombre es una paradoja continua —citaba a Kierkegaard—. Es la angustia por el pecado y el sosiego por la aproximación a Dios”, parecía susurrar al vacío la cara gaseosa, mientras se diluía lentamente. Montalvo terminó de desbaratar de un manotazo la efigie difusa. Sintió de repente ansias de beber un buen vino. Indagó cada arista de la habitación, que ya a la una menos cuarto se había tornado de una oscuridad tan honda que era improbable hallar un elefante. Con la vista ciega divisó la botella debajo del buró, la tomó y, en un acto de súbita resolución, se dispuso a subir a los altos del solar. Prendió nuevamente un cigarro. Esta vez de esos burdos elementos que conseguía buenamente a expensas de un pariente alistado en el ejército. Lo acarició con una delicadeza inmerecida y se puso a recorrerlo, ansiando el cuerpo delgado de Rebeca. Poco a poco fue despojándolo de su ropaje, simulando hacer lo mismo con su vestido. Sin embargo, al deshacerse de su envoltura, vio el tabaco, tan barato, desnudo y canela que… Se percató de que el tabaco y la desaparecida mujer obedecían a la misma tipología: del vulgo y para el vulgo, pensó para sus adentros. Pero los deseaba a ambos. Cerró los ojos y alucinó por una millonésima de tiempo que la poseía entera en Le Baiser de Lautrec. En cuestión de segundos, volvió en sí, recordando dónde estaba. Deseó locamente tener entre sus manos no un cigarrillo barato sino un narguile, de los que fuman los hombres en Medio Oriente. Vendrían pronto a buscarlo y no habría donde ocultarse. A lo lejos el cerro San Cristóbal cuidaba de la ciudad dormida. Montalvo observaba absorto las diminutas luces de las viviendas precarias que, tiritando con fulgor de ojos de niño, se aferraban a sus faldas, a su estructura toda, de asfalto, polvo y arena. Cogió la botella de vino y sintió el licor sanguinolento mecerse torpemente en su interior. Quiso libar hasta la mañana siguiente y despertar con el sol en el rostro libre; pero el recipiente adquirió ante sus ojos su verdadero aspecto: un alcohol de dos por medio obtenido en un trueque desequilibrado. Apenas posó sus labios sobre el pico, maldijo el día en que parieron al insensato culpable de su producción, y lo arrojó prestamente a la calzada desde lo alto del recinto: Libar es mucho verbo para esta botella, musitó. Giró la cabeza al norte por última vez en la noche y miró la cruz, tan blanca y cristiana, que se inundó de temor. Metió las manos en los bolsillos; no halló más que la aspereza de una moneda. Aquella madrugada Tobías Montalvo se sintió desgraciadamente más humano que nunca.


II


Desde el instante en el que se produjo el crimen, el 188 de la Calle de Los Judíos no sería jamás el jirón de la caótica ciudad condenado al baúl del anonimato. En los altos del edificio, que ocupa ahora el Cordano, abrigado por las callejuelas Ancash y Carabaya, que forman un compás imaginario, el otrora Hotel Comercio fue el escenario donde se perpetró el primer gran crimen de la historia policial de Lima.
La noche del 10 de marzo de 1960, en la habitación 201, el cuerpo de una joven mujer fue hallado en el lecho, totalmente desnudo, tendido sobre el dorso. Al mover el cadáver, los oficiales hallaron en su pecho una inscripción hecha con un cuchillo: T.M. En la frente, un papel con una inscripción rezaba: No resolviste el acertijo. Q.E.P.D. Réquiem por Rebeca escrito las paredes de la habitación. De acuerdo con la necropsia y el posterior informe del médico legista, el cadáver había sido hallado decúbito prono, con claras marcas de estrangulamiento, las piernas abiertas, pero sin signo alguno de haber sido violentado. El lugar lucía con tal pulcritud y orden que, de no haber sido por la gota escarlata (y aquel tipo insensato de la habitación) que se filtró aquella noche hacia la planta baja, y visitó el plato de un comensal sin suerte, nada hubiese sido descubierto, sino hasta entrada la anunciación infame de esa hediondez natural que emanan los cuerpos cuando sucumben al proceso de descomposición.

III

Tobías Montalvo era un muchacho ligeramente acomodado, de una familia trujillana, con cierta prosapia pero venida a menos, a la que seguramente algún teórico marxista tipificaría como un pequeño burgués. Habían llegado a Lima en busca de mejorías pecuniarias pues, las reformas estructurales aplicadas por el Estado, habían quebrado la economía de las principales empresas azucareras del norte del país. Al llegar, buscaron un lugar decente para instalarse, lejos de los refugios de provincianos y las barriadas: Jesús María, se dijeron. Los primeros tiempos fueron difíciles en la nueva urbe; su padre tuvo que ejercer, pese a la negativa de su mujer y la dificultad de la época, mil y un labores, desde funcionario público en el Ministerio de Fomento, visando solicitudes a tipos presurosos —le parecían totalmente iguales—, hasta una especie Hermes en bicicleta. A los pocos meses su padre, el ingeniero Juan Pedro Montalvo, consiguió empleo como administrador en una prestigiosa empresa capitalista de firma alemana que importaba autos, cuya oficina quedaba en La Victoria, en la calle Berlín. Pronto recobraron la prestancia añorada: reuniones, almuerzos los fines de semana, el club en Chosica y compraron un terreno en Los Olivos; construyeron una casa que les servía de renta. Sería un espacio desarrollado en unos veinte años, núcleo de la nueva economía, impulsado por los sectores emergentes que pueblan ahora la ciudad, le habían referido: convenía un terrenito allá ¿o no, compadre?
La familia concibió un solo hijo: uno, la intuición del punto, respondía el ingeniero cada vez que le hacían la antipática pregunta sobre el porqué de no tener otro hijo: Mentira, hombre, estos tiempos ya no están para dárselas de conejo. Era Tobías, un muchacho enjuto, de mucha agudeza para su edad, que podía pasar horas ante libros sobre Egipto, los celtas, novelillas policiales; y en los kioscos, historietas de mitología. Desde pequeño despertó en él una curiosidad incesante por los misterios y extrañas causas que movían las cosas más simples, inquietud que fue aumentando proporcionalmente a su crecimiento físico. Ya adolescente, continuó sus aficiones con la literatura oscura, la parasicología, las ciencias ocultas, las sociedades secretas. Llegó a la universidad y decidió inscribirse en filosofía, hecho que le permitiría profundizar en la reflexión de las cosas del mundo.

Así fue que paralelamente a mis estudios de metafísica, desarrollo de filosofía peruana y algunos cursos de filología, que tomaba en esporádicamente, decidí seguir sociología. Los vínculos entre las estructuras sociales y las tensiones que se dan en el seno de una sociedad tan compleja me provocan una sensación inefable por develar sus mecanismos. Por esos tiempos decidí retomar mis antiguas aficiones por los temas ocultos, profundizando ahora la alquimia y la mística, aunque de modo bastante teórico. Las ciencias herméticas, a las que los científicos ortodoxos suelen llamar pseudociencias, no son más que la asignación de un rótulo con el que se nombra a estos campos inexplorados, a los que mente no puede dar una explicación sistemática. Asistía entonces todos los viernes a sesiones con una minúscula secta en la calle Ocoña. Cada reunión consistía en el tratamiento de un tema relativo al ocultismo o algún tópico de la cábala, así que al concluir el año ya habíamos disertado y explorado los temas capitales, y sido elevado de rango los más destacados. Solía salir del pequeño cónclave alrededor de las 8:00 p.m. y mi espíritu de caminante me impulsaba a recorrer las calles del centro sin una ruta previamente establecida. No hay actividad más fascinante que deambular en una zona relativamente extraña y bohemia: elefantes blancos con sólo cuatro pisos habitados, borrachines muy simpáticos, cabaretes a los que se accede por unos soles, un niño en jirón Belén rasgando con esperanza y escasa técnica un charango, putas tristes y dispuestas. Confesaré que ellas y los burdeles me ocasionan una aversión incontrolable, al evocar el día en que mi padre me condujo a rastras hasta un caserón oscuro con fluorescentes chillonas, donde me recibió una mujer pintarrajeada y melosa. Me tendió en una cama deshecha. Se desnudó, me desnudó: entre sus piernas hubo un bivalvo húmedo y frondoso que no supe interpretar. Sólo entonces supe que era tibio, muy tibio. En la plaza San Martín un viejo regordete, bien enternado, conversa muy de cerca con un muchacho. Lo devora con los ojos: encima regateas, viejoemierda, piensa.
En esas épocas los bares, las calles, los cines de Colmena, el barrio chino, los restoranes del Rímac, el Jirón de la Unión, se habían convertido para mí en una suerte de refugio donde descubrí cosas fascinantes, imposibles de encontrar en la Lima que existía más allá de 28 de julio. Así conocí a Rebeca, una noche que salía de Ocoña, de mis reuniones esotéricas. Estaba parada bajo la llovizna, bajo el invierno gris, casi a media noche en la avenida Tacna. La vi tan hermosa que sentí por vez primera en muchos años la fragilidad del ser y la delgadísima franja que separa la razón del subjetivismo, a la minimización a la que se reduce el raciocinio cuando se es atacado por el amor. No era precisamente una belleza aria: no como las piden en los catálogos, pensé. Sus cabellos eran muy largos y lacios y negrísimos, azabache; se aferraban a sus hombros húmedos, de canela, muy redondos. Las gotas avanzaban redibujando su cuerpo, y morían, suicidándose en sus tobillos. Los ojitos rasgados, tan coquetos: una ñusta, pensé. Intercambié con ella algunas palabras y pedí volverla a ver. Me observó absorta, pero asintió. Antes de subir al último bus de la noche, tomó mi mano contra la suya y sentí una aspereza entre los dos. El bus se alejaba al girar la esquina. Fue entonces que descubrí entre mis dedos un papelito: Calle de los Judíos 188. Esa misma noche no pude pegar los ojos evocando su rostro. Los días siguientes a nuestro ocasional encuentro, obedeciendo a un acto compulsivo, recorrí los jirones y calles, buscando el lugar que correspondía a la dirección escrita. Pese a mi tenacidad, no la hallé esa tarde y resolví estallar mi ira en un bar cercano a la Plaza. Al pisar la entrada de la taberna me sobresalté al leer la placa empotrada en la extremidad de la columna que daba a la acera: Calle de los Judíos 188. Entré y de inmediato interrogué al mozo. Me informó que en los altos se rentaban habitaciones y que una de ellas era ocupada por una señorita. Sin más, subí presto hacia las escaleras; encontré la puerta entreabierta. La escena que vi a continuación me desgarró el pecho. Su cuerpo canela, desnudo, cabalgaba jadeante sobre el sexo de un hombre, que le acariciaba los senos erguidos sobre la corona marrón, al tiempo que exploraba sus profundidades, le enroscaba la mata de vellos de entre sus muslos, que parecían escurrirse asustados entre sus toscas palmas. No pude soportarlo. Me abalancé sobre el tipejo y lo eché a patadas arguyendo que era mi mujer, hijoeputa, mi mujer. Al instante me llené de una furia inefable, cuando evoqué el episodio adolescente del prostíbulo de La Victoria y la cara de la ramera. He referido que mi fobia hacia las burdeleras ocasiona cambios radicales en mi personalidad. Las prostitutas me sugieren una total repugnancia, al grado de querer exterminarlas, pues, si constituyen pragmáticamente un desfogue para la represión sexual, despiertan sólo perversión y pecado para los hombres. Fue como decidí acabar con ella. Sentía que si la eliminaba perdería un trozo de mi existencia, que sería a posteriori una autoeliminación. Pero la quería a pesar de sus actos y decidí absolverla del castigo de la muerte si resolvía el acertijo que la esfinge planteó a Edipo: ¿Qué ser tiene cuatro pies, dos pies o tres pies, y cuantos más tiene es más débil? No resolvió el enigma. El mecanismo que le impuse puede que se juzgue de severo. A mi juicio, no: el único camino hacia la salvación era el de la razón, la utilización del entendimiento para aproximarse a la belleza en sí, y ella no lo logró. Opté por el estrangulamiento. No hice más que sujetar fuertemente su cuello hasta que mis dos manos fuesen a fundirse en una, mientras su faz se iba apagando —tienes que morir, maldita perra, promete que serás buena. No, cualquiera. No, no te mueras—. A media noche, el reloj de la catedral escindió el tiempo y su corazón cesó de latir contra mi pecho. Un mechón de finos hilos lacios le cruzaban media cara. Los labios lívidos, muertos. Ya no eran rojos, pensé. Mis iniciales ahora le repujaban el pecho.
Tobías quiso desafiar las leyes de la muerte y regresarla. Yacía el organismo tieso sobre las sábanas corrugadas. Dios había hecho al hombre a su imagen y semejanza; él la devolvería a la vida a través de los misteriosos escritos de la cábala judía. La esculpió entera, al detalle moldeaba el cuerpo, con ambas manos reparaba los órganos, el cuello amoratado, al tiempo que mezclaba entre sí las escrituras en un ritual de permutación de las letras, como los antiguos cabalistas. Quería emular a Dios en la creación de un ser orgánico semejante a Rebeca:
— Eres voluntad de la magia, vuelve a la vida— dijo.
Articuló cada sílaba contra el cadáver inerte, los dedos delicados —que eran, según las gentes, los de una mujer— navegaban el alfabeto continuo, buscando el arcano de la creación divina. Pero no respondía: ‘Emet’ (la palabra de la verdad en hebreo) profirió quedo a su oído izquierdo, lo tatuó en su frente y cesó el rito. De repente, la boca de Rebeca besó la suya. La puerta de la buhardilla se abrió con estrépito. El amante que había arrojado a puntapiés del hotel venía acompañado de un par de uniformados.
La máquina de escribir tableteó la última frase de la novela. Un policía invadió la celda de Montalvo mientras terminaba la ficción de su crimen.

Desperté súbitamente del profundo sueño que me causó el vino de la noche anterior. Eran las 7 am. y la mitad de naranja cálida que colgaba sobre los techos caía sobre mi rostro libre —¿Vendrían a apresarme?— En ese instante, tocaron tres veces la puerta. Un gendarme me pidió con amabilidad que lo acompañe, a lo que no ofrecí resistencia alguna. Habiendo llegado a la estación de guardia, me practicaron el cuestionario de rigor. Un capitancito —reconocí de inmediato su rango por los galones— deambulaba por la sala meneando el bigote, como retándome:
— Montalvo, ¿tiene algo que alegar en su defensa? ¿Por qué asesinó a Rebeca Saravia?
— Nitimur in vetitum: nos lanzamos siempre hacia lo prohibido, capitán.

De aquí, acá y acullá


¿Qué es el Silbo Gomero?


El silbo gomero es un lenguaje silbado idiomático característico de la isla de La Gomera y representativo de la cultura canaria.

El silbo gomero es un lenguaje silbado que se utiliza desde tiempo inmemorial en la isla de La Gomera para comunicarse a grandes distancias. No se trata de una serie de códigos preestablecidos que sirven para expresar contenidos limitados, sino de un lenguaje articulado, reductor, no convencional, que permite intercambiar una gama ilimitada de mensajes al reproducir mediante silbidos las características sonoras de una lengua hablada. En la actualidad, reproduce el castellano hablado en las Islas Canarias pero, teóricamente, podría hacer lo mismo con cualquier otra lengua. El lenguaje silbado de La Gomera es una de las manifestaciones más originales y representativas del archipiélago Canario y la tradición más viva que nos ha llegado del pasado prehispánico de estas islas. Durante siglos ha constituido un elemento cohesionador de los habitantes de la isla de Gomera y su integración en la comunidad ha sido tal que, a pesar de los distintos acontecimientos históricos y de las numerosas transformaciones sociológicas, el silbo gomero ha mostrado una excepcional capacidad de adaptación a toda clase de cambios, perviviendo como componente esencial de la cultura insular. La función principal de este lenguaje es permitir la comunicación entre personas que se encuentran a gran distancia unas de otras. Esto precisa de una gran potencia para emitir el sonido. Pero lo más reseñable de la técnica del silbo es la dificultad que entraña reproducir una lengua completa, que emplea todos los recursos fonadores de la cavidad bucal y sus correspondientes subcavidades, mediante un mecanismo –el silbido– que sólo permite variaciones de frecuencia de un mismo tono fundamental. Esto implica una práctica y unos conocimientos que se han ido desarrollando durante siglos y que sorprenden por su eficacia y sutileza.Por otra parte, el silbo gomero se caracteriza por ser, principalmente, un lenguaje social, apto para el ámbito colectivo en mucha mayor medida que para el privado. Aunque en algunas ocasiones se ha utilizado como lenguaje secreto –durante la conquista, en guerras, para realizar contrabando–, los mensajes emitidos mediante el silbo son públicos porque así lo exige la propia naturaleza de este lenguaje. Lo que se transmite con el lenguaje silbado puede ser escuchado por personas que no son los destinatarios. En este aspecto, el conocimiento o desconocimiento del silbo gomero ha contribuido a crear un mayor o menor sentido de pertenencia a la comunidad, si bien a nadie se le ha impedido nunca su aprendizaje y práctica.Los cambios sociales producidos durante la última mitad del siglo XX situaron al silbo gomero al borde la extinción, con apenas unas decenas que personas mayores capaces de practicarlo. Las iniciativas de diversos agentes sociales de la isla de La Gomera y de parlamentarios nacionalistas de la misma, indujeron al Parlamento y al Gobierno de Canarias a elaborar una legislación concreta para salvaguardar y revitalizar el silbo gomero. Estas leyes –únicas en el mundo en cuanto a protección del patrimonio oral de inmaterial– incluyen la enseñanza del lenguaje silbado de la Gomera en los planes de Educación Primaria y Segundaria Obligatoria de todos los colegios de la isla. Esta innovadora medida ha logrado que se garantice la pervivencia del silbo entre las nuevas generaciones.





Curiosidades de la lingua

Aguinaldo


Hubo un tiempo en que la cesta de Navidad se la daban los empleados a los jefes. El primer aguinaldo lo recibió Rómulo, el rey de Roma. Sus ayudantes le regalaron el primer día del año unas ramas cortadas del bosque de Strenia, la diosa de la buena salud y la suerte. El obsequio era un indicio de buen augurio para el año entrante, como los frutos secos y los dátiles que se intercambiaban los celtas. Estos usaban la palabra eguinad para designar el regalo, de la que deriva la española “aguinaldo”.
A propósito de la muerte de Jorge Salazar

A una semana de su fallecimiento, recordamos una entrevista concedida por el periodista y escritor al espacio Presencia Cultural, en la que habla de su obra La media noche del japonés.