martes, 10 de junio de 2008

Fiat lux

Nitimur in vetitum


I


Para aquel día, ya el hecho habría sido descubierto y no tardarían en llegar a apresarlo, se repetía Tobías Montalvo. La muerte pellizcaba sus talones y pensar en lo inminente percutía en sus sienes como lo hacía el monótono aplastamiento de una gota, al caer sobre la superficie del viejo lavadero. Esa noche el disco de plata pendía del cielo como una gran hostia. La luna se envolvía en un ritual luminoso, increpándole a la cara, como un sacerdote: ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!
Acurrucado en la esquina de un cuartucho de poca monta en la Calle de los Judíos, mantenía un cigarro asido a su mano izquierda, como un cáñamo índico. Al percatarse de que lo tomaba entre sus dedos —que habían dicho parecían los de una mujer— con vileza sobre aquella extremidad asesina, cambió el pucho de mano. Jamás la acción de fumar le había parecido tan catártica. El aire tornábase un tanto enrarecido y limeñamente melancólico. En medio del delirio, se vio vestido con un atuendo escarlata y blanco, como cuando niño, abrazado a las piernas del cura, le confesaba que había incurrido en el vicio adolescente del onanismo —el estómago era el cubículo donde se concentran todos los males­­, recordó súbitamente; de ahí la clasificación de las personalidades según Aristóteles—. El humo invadió su tráquea y sintió que hervía, que se incendiaba. Giró de pronto los ojos en un gesto exploratorio y creyó topar con los párpados un chorro indescriptible. Como siguiendo un rito chamanesco, llevó el objeto delgado y humeante hacia la entrada de sus fauces. Exhaló el humo casi por inercia, y al instante, el fantasma gris se confundió con el poco oxígeno de la habitación, que de por sí era ya escaso e impregnado de una humedad de lustros.
Dio una segunda pitada. Inhaló tan profundamente la masa gris que sintió colmar la entereza de sus pulmones; concentró el humo en el estómago, por unos segundos, los suficientes para que absorbiese todo el pecado y lo vomitó lentamente. La humareda que expelía el pitillo formaba en la atmósfera toda clase de figuras. En la densa humarada vislumbró una faz taciturna y ceñuda, de espejuelos redondos y gruesos, brillantes, que lo observaban como auscultándolo. Apareció el rostro de Morote, maestro de filosofía, a quien cariñosamente apodaban ‘el existencialista’: “La existencia del hombre es una paradoja continua —citaba a Kierkegaard—. Es la angustia por el pecado y el sosiego por la aproximación a Dios”, parecía susurrar al vacío la cara gaseosa, mientras se diluía lentamente. Montalvo terminó de desbaratar de un manotazo la efigie difusa. Sintió de repente ansias de beber un buen vino. Indagó cada arista de la habitación, que ya a la una menos cuarto se había tornado de una oscuridad tan honda que era improbable hallar un elefante. Con la vista ciega divisó la botella debajo del buró, la tomó y, en un acto de súbita resolución, se dispuso a subir a los altos del solar. Prendió nuevamente un cigarro. Esta vez de esos burdos elementos que conseguía buenamente a expensas de un pariente alistado en el ejército. Lo acarició con una delicadeza inmerecida y se puso a recorrerlo, ansiando el cuerpo delgado de Rebeca. Poco a poco fue despojándolo de su ropaje, simulando hacer lo mismo con su vestido. Sin embargo, al deshacerse de su envoltura, vio el tabaco, tan barato, desnudo y canela que… Se percató de que el tabaco y la desaparecida mujer obedecían a la misma tipología: del vulgo y para el vulgo, pensó para sus adentros. Pero los deseaba a ambos. Cerró los ojos y alucinó por una millonésima de tiempo que la poseía entera en Le Baiser de Lautrec. En cuestión de segundos, volvió en sí, recordando dónde estaba. Deseó locamente tener entre sus manos no un cigarrillo barato sino un narguile, de los que fuman los hombres en Medio Oriente. Vendrían pronto a buscarlo y no habría donde ocultarse. A lo lejos el cerro San Cristóbal cuidaba de la ciudad dormida. Montalvo observaba absorto las diminutas luces de las viviendas precarias que, tiritando con fulgor de ojos de niño, se aferraban a sus faldas, a su estructura toda, de asfalto, polvo y arena. Cogió la botella de vino y sintió el licor sanguinolento mecerse torpemente en su interior. Quiso libar hasta la mañana siguiente y despertar con el sol en el rostro libre; pero el recipiente adquirió ante sus ojos su verdadero aspecto: un alcohol de dos por medio obtenido en un trueque desequilibrado. Apenas posó sus labios sobre el pico, maldijo el día en que parieron al insensato culpable de su producción, y lo arrojó prestamente a la calzada desde lo alto del recinto: Libar es mucho verbo para esta botella, musitó. Giró la cabeza al norte por última vez en la noche y miró la cruz, tan blanca y cristiana, que se inundó de temor. Metió las manos en los bolsillos; no halló más que la aspereza de una moneda. Aquella madrugada Tobías Montalvo se sintió desgraciadamente más humano que nunca.


II


Desde el instante en el que se produjo el crimen, el 188 de la Calle de Los Judíos no sería jamás el jirón de la caótica ciudad condenado al baúl del anonimato. En los altos del edificio, que ocupa ahora el Cordano, abrigado por las callejuelas Ancash y Carabaya, que forman un compás imaginario, el otrora Hotel Comercio fue el escenario donde se perpetró el primer gran crimen de la historia policial de Lima.
La noche del 10 de marzo de 1960, en la habitación 201, el cuerpo de una joven mujer fue hallado en el lecho, totalmente desnudo, tendido sobre el dorso. Al mover el cadáver, los oficiales hallaron en su pecho una inscripción hecha con un cuchillo: T.M. En la frente, un papel con una inscripción rezaba: No resolviste el acertijo. Q.E.P.D. Réquiem por Rebeca escrito las paredes de la habitación. De acuerdo con la necropsia y el posterior informe del médico legista, el cadáver había sido hallado decúbito prono, con claras marcas de estrangulamiento, las piernas abiertas, pero sin signo alguno de haber sido violentado. El lugar lucía con tal pulcritud y orden que, de no haber sido por la gota escarlata (y aquel tipo insensato de la habitación) que se filtró aquella noche hacia la planta baja, y visitó el plato de un comensal sin suerte, nada hubiese sido descubierto, sino hasta entrada la anunciación infame de esa hediondez natural que emanan los cuerpos cuando sucumben al proceso de descomposición.

III

Tobías Montalvo era un muchacho ligeramente acomodado, de una familia trujillana, con cierta prosapia pero venida a menos, a la que seguramente algún teórico marxista tipificaría como un pequeño burgués. Habían llegado a Lima en busca de mejorías pecuniarias pues, las reformas estructurales aplicadas por el Estado, habían quebrado la economía de las principales empresas azucareras del norte del país. Al llegar, buscaron un lugar decente para instalarse, lejos de los refugios de provincianos y las barriadas: Jesús María, se dijeron. Los primeros tiempos fueron difíciles en la nueva urbe; su padre tuvo que ejercer, pese a la negativa de su mujer y la dificultad de la época, mil y un labores, desde funcionario público en el Ministerio de Fomento, visando solicitudes a tipos presurosos —le parecían totalmente iguales—, hasta una especie Hermes en bicicleta. A los pocos meses su padre, el ingeniero Juan Pedro Montalvo, consiguió empleo como administrador en una prestigiosa empresa capitalista de firma alemana que importaba autos, cuya oficina quedaba en La Victoria, en la calle Berlín. Pronto recobraron la prestancia añorada: reuniones, almuerzos los fines de semana, el club en Chosica y compraron un terreno en Los Olivos; construyeron una casa que les servía de renta. Sería un espacio desarrollado en unos veinte años, núcleo de la nueva economía, impulsado por los sectores emergentes que pueblan ahora la ciudad, le habían referido: convenía un terrenito allá ¿o no, compadre?
La familia concibió un solo hijo: uno, la intuición del punto, respondía el ingeniero cada vez que le hacían la antipática pregunta sobre el porqué de no tener otro hijo: Mentira, hombre, estos tiempos ya no están para dárselas de conejo. Era Tobías, un muchacho enjuto, de mucha agudeza para su edad, que podía pasar horas ante libros sobre Egipto, los celtas, novelillas policiales; y en los kioscos, historietas de mitología. Desde pequeño despertó en él una curiosidad incesante por los misterios y extrañas causas que movían las cosas más simples, inquietud que fue aumentando proporcionalmente a su crecimiento físico. Ya adolescente, continuó sus aficiones con la literatura oscura, la parasicología, las ciencias ocultas, las sociedades secretas. Llegó a la universidad y decidió inscribirse en filosofía, hecho que le permitiría profundizar en la reflexión de las cosas del mundo.

Así fue que paralelamente a mis estudios de metafísica, desarrollo de filosofía peruana y algunos cursos de filología, que tomaba en esporádicamente, decidí seguir sociología. Los vínculos entre las estructuras sociales y las tensiones que se dan en el seno de una sociedad tan compleja me provocan una sensación inefable por develar sus mecanismos. Por esos tiempos decidí retomar mis antiguas aficiones por los temas ocultos, profundizando ahora la alquimia y la mística, aunque de modo bastante teórico. Las ciencias herméticas, a las que los científicos ortodoxos suelen llamar pseudociencias, no son más que la asignación de un rótulo con el que se nombra a estos campos inexplorados, a los que mente no puede dar una explicación sistemática. Asistía entonces todos los viernes a sesiones con una minúscula secta en la calle Ocoña. Cada reunión consistía en el tratamiento de un tema relativo al ocultismo o algún tópico de la cábala, así que al concluir el año ya habíamos disertado y explorado los temas capitales, y sido elevado de rango los más destacados. Solía salir del pequeño cónclave alrededor de las 8:00 p.m. y mi espíritu de caminante me impulsaba a recorrer las calles del centro sin una ruta previamente establecida. No hay actividad más fascinante que deambular en una zona relativamente extraña y bohemia: elefantes blancos con sólo cuatro pisos habitados, borrachines muy simpáticos, cabaretes a los que se accede por unos soles, un niño en jirón Belén rasgando con esperanza y escasa técnica un charango, putas tristes y dispuestas. Confesaré que ellas y los burdeles me ocasionan una aversión incontrolable, al evocar el día en que mi padre me condujo a rastras hasta un caserón oscuro con fluorescentes chillonas, donde me recibió una mujer pintarrajeada y melosa. Me tendió en una cama deshecha. Se desnudó, me desnudó: entre sus piernas hubo un bivalvo húmedo y frondoso que no supe interpretar. Sólo entonces supe que era tibio, muy tibio. En la plaza San Martín un viejo regordete, bien enternado, conversa muy de cerca con un muchacho. Lo devora con los ojos: encima regateas, viejoemierda, piensa.
En esas épocas los bares, las calles, los cines de Colmena, el barrio chino, los restoranes del Rímac, el Jirón de la Unión, se habían convertido para mí en una suerte de refugio donde descubrí cosas fascinantes, imposibles de encontrar en la Lima que existía más allá de 28 de julio. Así conocí a Rebeca, una noche que salía de Ocoña, de mis reuniones esotéricas. Estaba parada bajo la llovizna, bajo el invierno gris, casi a media noche en la avenida Tacna. La vi tan hermosa que sentí por vez primera en muchos años la fragilidad del ser y la delgadísima franja que separa la razón del subjetivismo, a la minimización a la que se reduce el raciocinio cuando se es atacado por el amor. No era precisamente una belleza aria: no como las piden en los catálogos, pensé. Sus cabellos eran muy largos y lacios y negrísimos, azabache; se aferraban a sus hombros húmedos, de canela, muy redondos. Las gotas avanzaban redibujando su cuerpo, y morían, suicidándose en sus tobillos. Los ojitos rasgados, tan coquetos: una ñusta, pensé. Intercambié con ella algunas palabras y pedí volverla a ver. Me observó absorta, pero asintió. Antes de subir al último bus de la noche, tomó mi mano contra la suya y sentí una aspereza entre los dos. El bus se alejaba al girar la esquina. Fue entonces que descubrí entre mis dedos un papelito: Calle de los Judíos 188. Esa misma noche no pude pegar los ojos evocando su rostro. Los días siguientes a nuestro ocasional encuentro, obedeciendo a un acto compulsivo, recorrí los jirones y calles, buscando el lugar que correspondía a la dirección escrita. Pese a mi tenacidad, no la hallé esa tarde y resolví estallar mi ira en un bar cercano a la Plaza. Al pisar la entrada de la taberna me sobresalté al leer la placa empotrada en la extremidad de la columna que daba a la acera: Calle de los Judíos 188. Entré y de inmediato interrogué al mozo. Me informó que en los altos se rentaban habitaciones y que una de ellas era ocupada por una señorita. Sin más, subí presto hacia las escaleras; encontré la puerta entreabierta. La escena que vi a continuación me desgarró el pecho. Su cuerpo canela, desnudo, cabalgaba jadeante sobre el sexo de un hombre, que le acariciaba los senos erguidos sobre la corona marrón, al tiempo que exploraba sus profundidades, le enroscaba la mata de vellos de entre sus muslos, que parecían escurrirse asustados entre sus toscas palmas. No pude soportarlo. Me abalancé sobre el tipejo y lo eché a patadas arguyendo que era mi mujer, hijoeputa, mi mujer. Al instante me llené de una furia inefable, cuando evoqué el episodio adolescente del prostíbulo de La Victoria y la cara de la ramera. He referido que mi fobia hacia las burdeleras ocasiona cambios radicales en mi personalidad. Las prostitutas me sugieren una total repugnancia, al grado de querer exterminarlas, pues, si constituyen pragmáticamente un desfogue para la represión sexual, despiertan sólo perversión y pecado para los hombres. Fue como decidí acabar con ella. Sentía que si la eliminaba perdería un trozo de mi existencia, que sería a posteriori una autoeliminación. Pero la quería a pesar de sus actos y decidí absolverla del castigo de la muerte si resolvía el acertijo que la esfinge planteó a Edipo: ¿Qué ser tiene cuatro pies, dos pies o tres pies, y cuantos más tiene es más débil? No resolvió el enigma. El mecanismo que le impuse puede que se juzgue de severo. A mi juicio, no: el único camino hacia la salvación era el de la razón, la utilización del entendimiento para aproximarse a la belleza en sí, y ella no lo logró. Opté por el estrangulamiento. No hice más que sujetar fuertemente su cuello hasta que mis dos manos fuesen a fundirse en una, mientras su faz se iba apagando —tienes que morir, maldita perra, promete que serás buena. No, cualquiera. No, no te mueras—. A media noche, el reloj de la catedral escindió el tiempo y su corazón cesó de latir contra mi pecho. Un mechón de finos hilos lacios le cruzaban media cara. Los labios lívidos, muertos. Ya no eran rojos, pensé. Mis iniciales ahora le repujaban el pecho.
Tobías quiso desafiar las leyes de la muerte y regresarla. Yacía el organismo tieso sobre las sábanas corrugadas. Dios había hecho al hombre a su imagen y semejanza; él la devolvería a la vida a través de los misteriosos escritos de la cábala judía. La esculpió entera, al detalle moldeaba el cuerpo, con ambas manos reparaba los órganos, el cuello amoratado, al tiempo que mezclaba entre sí las escrituras en un ritual de permutación de las letras, como los antiguos cabalistas. Quería emular a Dios en la creación de un ser orgánico semejante a Rebeca:
— Eres voluntad de la magia, vuelve a la vida— dijo.
Articuló cada sílaba contra el cadáver inerte, los dedos delicados —que eran, según las gentes, los de una mujer— navegaban el alfabeto continuo, buscando el arcano de la creación divina. Pero no respondía: ‘Emet’ (la palabra de la verdad en hebreo) profirió quedo a su oído izquierdo, lo tatuó en su frente y cesó el rito. De repente, la boca de Rebeca besó la suya. La puerta de la buhardilla se abrió con estrépito. El amante que había arrojado a puntapiés del hotel venía acompañado de un par de uniformados.
La máquina de escribir tableteó la última frase de la novela. Un policía invadió la celda de Montalvo mientras terminaba la ficción de su crimen.

Desperté súbitamente del profundo sueño que me causó el vino de la noche anterior. Eran las 7 am. y la mitad de naranja cálida que colgaba sobre los techos caía sobre mi rostro libre —¿Vendrían a apresarme?— En ese instante, tocaron tres veces la puerta. Un gendarme me pidió con amabilidad que lo acompañe, a lo que no ofrecí resistencia alguna. Habiendo llegado a la estación de guardia, me practicaron el cuestionario de rigor. Un capitancito —reconocí de inmediato su rango por los galones— deambulaba por la sala meneando el bigote, como retándome:
— Montalvo, ¿tiene algo que alegar en su defensa? ¿Por qué asesinó a Rebeca Saravia?
— Nitimur in vetitum: nos lanzamos siempre hacia lo prohibido, capitán.

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