miércoles, 11 de enero de 2012

Decálogo del “buen” escritor


1. Evite leer a los maestros. No se fije en la manera como inician sus ficciones, el modo en que mantienen la tensión ni los cierres de sus historias. No vaya a ser que en vez de aprender de ellos termine por sepultar su propio estilo y acabe como un burdo plagiario.
2. Ocúpese de asuntos externos a su escritura (comportamiento, apariencia física, modales, manías, fama, éxito, dinero, número de lectores, compromiso social o político, etc.) Un poeta (“poeta” como símbolo del escritor) no está completo si no tiene siempre un cigarro a la mano. Un poeta no está completo si no viste como tal (descarte la ropa de moda). Lleve puestos un saco, una bufanda, un morral o maletín de cuero tipo cartero o, en su defecto, un par de libros (o fotocopias) bajo el brazo (si son libros de segunda mano, mejor; si tiene las puntas dobladas, las hojas amarillentas y ligeramente carcomidas por las polillas, aún mejor); anteojos de montura gruesa y alta medida (ser corto de vista o bizco se convierte en una ventaja: lucirá como Sartre), bigote o barba (si lleva los dos, mucho mejor), pantalón de vestir o jean clásico. Un poeta debe rechazar el fútbol, la playa, las discotecas (prefiere los bares), la cultura de masas. Debe ser lacónico, circunspecto, tener un andar extraño, algún defecto físico (falla de nacimiento o un golpe de la vida) o de dicción; si no ese así, finja timidez o cierta cojera. Un poeta jamás está demasiado alegre; no es un humorista ni posee un millón de amigos: prefiere el dolor metafísico o “la caverna”. Un poeta debe rechazar todo tipo de baile; es más, tiene el deber de tener dos pies izquierdos. Un poeta debe desafiar siempre los límites. Elija los lugares más apartados, escondidos, oscuros o inusuales para llevar a cabo sus lecturas (los pasadizos, los jardines, las barandas, los bordes de las veredas o de los muros de un piso elevado, las escaleras abandonadas, la espalda de una pila de carpetas en desuso, un ala abandonada de la facultad, etc.) Un poeta concurre a eventos culturales: conferencias, recitales, exposiciones de pintura, presentaciones de libros, proyecciones de cine. Estos espacios son ideales para la autoformación, por supuesto; sin embargo, usted deberá usarlos también para mostrarse y codearse. Es recomendable llevar copias de sus manuscritos y repartirlas entre los asistentes (no olvide adjuntar su nombre completo y correo electrónico). Asimismo, escoja espacios sociales: la banca de un parque, la mesa de un bar o un café, y ensaye la pose de sentarse con un cigarro o una copa en una mano y un Rimbaud o un Baudelaire en la otra. Haga de algún café o bar su trinchera; acuda regularmente al él y procure sentarse en la misma mesa. Busque un lugar apartado del primer salón: lo suficientemente alejado de la entrada para simular que pretende pasar desapercibido, pero lo suficientemente cercano para garantizar que lo verán. No se frustre si al principio no consigue la misma mesa. Intente hacerse amigo del mozo o, mejor aún, del dueño del establecimiento; posiblemente logre que se la reserven. Ahora que el problema de su trinchera está resuelto, tome asiento, pida una copa de tinto o una taza de café, saque papel y pluma y escriba. Si no tiene una hoja a la mano, recuerde a Martín Adán y tome una servilleta. Este arrebato de inspiración lo convertirá en la encarnación pura del escritor ante los ojos sorprendidos y murmullos de los demás clientes. No importa si lo que está escribiendo carece de valor estético. Si, por el contrario, usted aborrece de la imagen del artista solitario, descarte el laconismo y los rincones. Busque unirse a un grupo literario y participe en tertulias; de ese modo, invertirá todo su tiempo hablando de literatura y olvidará por varias horas la desgastante e incierta tarea de escribir. Procure que la charla se prolongue hasta altas horas de la noche y acompáñela con abundante alcohol. Así tendrá totalmente garantizado el cansancio y para cuando llegue a casa solo querrá echarse a dormir. Durante la semana repita estas reuniones cuantas veces sea posible, pero tenga presente esto: no escriba. Le aseguro que el día menos pensado usted se habrá olvidado de sus ansias de convertirse en escritor, pero sabrá de literatura quizá más que cualquier erudito, y lo más importante: no habrá tenido que escribir una sola miserable línea (aunque si le queda algo de pudor, su consciencia, el peor juez, no cesará de increparle su pereza. Aquella sentencia de Kafka: “El escritor que no escribe es un monstruo que está desafiando la locura” rondará su mente una y otra vez, hasta desquiciarlo). Al cabo de un tiempo se preguntará sobre la utilidad y provecho de sus vastos conocimientos, y necesitará una respuesta. Cálmese: es muy probable que ni usted ni nadie lo sepan jamás. Eso sí, nunca olvide este principio: la imagen es lo que cuenta. Asegúrese, entonces, de fabricarse una antes de empezar a escribir (si es que aún lo desea, claro).
3. Abrace firmemente el dogma de que solo de literatura se nutre un escritor. Lea literatura y nada más que literatura. No permita influencia alguna de la radio, la televisión, el cine, la ciencia, la filosofía, la cultura popular (las costumbres, las creencias, los mitos y leyendas). Estos no tienen nada que ver con ella: la literatura es un reino puro e insular. Y ni se le ocurra establecer nexos con la música “no culta” (salsa, folclor, etc.) La cultura escrita es, sin duda, la mejor y más importante expresión de todas. Recuerde: la literatura se basta y se sobra a sí misma.
4. Descarte por completo cualquier clase de hábito. No lleve consigo una libreta. No observe; sea un caminante o un pasajero distraído. No tome notas; que el mundo le parezca la cosa más simple e insignificante. No investigue. No establezca tiempos (ni siquiera flexibles) para la lectura, el análisis de la técnica, para la escritura y la corrección de sus textos. En vez de ello, confíe ciegamente en su memoria. Tome un libro y déjelo por otro y este por otro y así sucesivamente. Este ejercicio le permitirá ostentarse de una extensa y variopinta cultura. Es verdad: su conocimiento será un tanto fragmentario; pero le brindará la ventaja de tener siempre dos docenas de frases bajo la manga, una para cada ocasión (frases, que, a modo de citas, deberá sacar a la palestra en el momento propicio: “Como decía Faulkner. Bien dijo Proust…”). Camine o viaje en bus o en tren con aburrimiento, con la mirada perdida. Escriba si y solo si tenga la infinita necesidad de hacerlo. No corrija jamás o hágalo sobre la marcha, a lo sumo. Puede tardar más de la cuenta y corre el riesgo de sentirse fracasado; además, la acción de corregir resulta fatigante. En ocasiones, tendrá que deshacerse de una frase bella, pero inservible. A veces, tendrá que eliminar párrafos o páginas enteras; otras veces todo un capítulo resultará prescindible y deberá desecharlo. En el peor de los casos, deberá desaparecer algún cuento o una novela (a menos que quiera reescribirla), y eso no es bueno para su salud emocional. Además, costó tanto escribirlo.
5. Haga de la literatura un aspecto más de su vida y postérgala siempre por asuntos de mayor envergadura como salir con los amigos a tomarse unas copas o descansar de la fatiga del trabajo cotidiano. Separe solo los días libres para escribir, si es que sobra tiempo, desde luego. Tenga como máxima las frases “mejor mañana” o “cuando tenga tiempo”. Al fin y al cabo, es falso eso de que “por la calle Después se llega a la plaza Nunca”.
6. Escriba únicamente cuando tenga el lenguaje y la forma exactos. Corre el peligro de paralizarse ante tanta enmendadura y, peor aún, corre el peligro de creer que usted es un ser absolutamente negado para la literatura. Deje esa manía absurda de ensayar una y otra vez los inicios, los puntos de vista, la intensidad y los finales. No se preocupe por el lenguaje, el tono, los diálogos, el personaje y su ambiente. Esta empresa le podría tomar meses, años quizá. Espere ser un escritor psicológicamente ya bastante hecho y recién comience a poner sus ideas por escrito, ¡antes jamás! Eso de que para dar en el clavo es necesario dar cien veces en la madera déjelo para quienes no tengan talento. Si, por el contrario, usted es un optimista (ególatra), recuerde que el tiempo es oro. Apresúrese en publicar. Mientras más joven, mejor. Sus futuros lectores verán su rostro imberbe o su año de nacimiento en la solapa del libro y, luego de una gran apertura oculobucal, una mueca de extrañamiento o un fruncimiento de ceño (o todo esto junto), de seguro lo admirarán doblemente, por joven y por artista.
7. Rechace tajantemente compartir sus textos, ni siquiera con las autoridades de la materia. No busque consejos. Las críticas pueden jugar en contra suya y hacerlo tambalear, haciendo que su verdad se le caiga de las manos y se estrelle contra el suelo, haciendo añicos su autoconfianza. Además, los otros nunca lo halagarán, ya que, ante el talento incomprendido, primará la envidia que le tienen por escribir mejor que ellos. No necesita la opinión de nada ni nadie externo a su propia conciencia.
8. Niéguese rotundamente a participar en los concursos o certámenes literarios. Corre el penoso riesgo de salir lastimado, por no haber sido siquiera galardonado con una modesta mención honrosa. El rechazo de los jurados, lejos de hacerlo más fuerte y contribuir con su crecimiento como artista, lo harán cada vez más inseguro, más vulnerable, y terminará abandonado su sueño más rápido que inmediatamente. Deje eso para los ansiosos de fama y reconocimiento o para quienes estén ávidos de dinero; eso a usted no le interesa. Lleve a sus más extremos límites aquella sentencia de Emily Dickinson de que publicar no es esencial en el destino de un escritor.
9. Descarte de plano los talleres literarios. Un escritor (o aprendiz) que se precie de tal tiene el deber de aprender solo, de ser un absoluto autodidacta. ¿Quién si no usted mismo para saber lo que quiere expresar, para intervenir en su propio proceso de formación? No vaya a ser que cuando sea exitoso aparezca uno de sus maestros a declarar públicamente que gracias a él y su taller es usted hoy el narrador que es. O, peor aún, que un viejo compañero aparezca y se adjudique el título de coautor de su primer libro, por haber corregido, en una de la sesiones algún taller, la frase “magistral” con que cerró ese apreciado cuento.
10. No se arriesgue por ningún motivo a tocar puertas de editoriales y evite toda publicidad o difusión de su manuscrito. Si uno es lo suficientemente bueno, no faltará quien, tarde o temprano, descubra su talento. Aguarde con paciencia a que el azar haga su trabajo. Al fin de cuentas, un escritor no es un mercader o un vendedor que va de puerta en puerta. Usted es un artista y se debe respeto.
11. Cumpla a pie juntillas los diez puntos antes señalados. Es bastante probable que usted no llegue jamás adonde se lo propone.

2 comentarios:

MFS dijo...

Es imposible querer ser eso que llaman escritor y dejar de cumplir alguna de esas poses, tú mismo que los conoces tan bien debes haber caído en varias de ellas...
pero muy bueno tu artículo ;)...

Javier Alejandro Arnao Pastor dijo...

Claro, María, a veces no se puede evitar caer en algunas de ellas. Lo que debe tratar de evitarse es caer en la mera postura literaturosa y olvidar lo más importante, que es lo que hace que alguien sea un escritor (o crea serlo): escribir. Gracias por participar.